Llámame por el nombre que me has llamado siempre, háblame como siempre lo has hecho. No lo hagas con un tono diferente, de manera solemne o triste. Sigue riéndote de lo que nos hacía reír juntos. Que se pronuncie mi nombre en casa como siempre lo ha sido, sin énfasis ninguno, sin rastro de sombra. La vida es lo que es, lo que siempre ha sido. El hilo no está cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de tu mente, simplemente porque estoy fuera de tu vista?
Agustín de Hipona
La única realidad incuestionable es, que es prácticamente improbable no enfrentar en algún momento el fallecimiento de un ser querido. La vida se modifica en un abrir y cerrar de ojos, convirtiéndose en una experiencia que marca nuestro corazón para siempre, ya que deberemos convivir con el vacío que causa la partida de una persona amada y asumir que la vida jamás será igual, la realidad nos abruma. Podemos experimentar emociones difíciles como incredulidad, amargura, rabia, pena, remordimiento, detrás de todas estas sensaciones se encuentra el profundo dolor, producido por la pérdida porque previamente habíamos cimentado un porvenir con la persona ausente y la realidad se lleva todo lo que no podrá ser desaparece ese posible futuro construido con ella, y pone en cuestión los fundamentos del ser y existir humanos, afectando relaciones familiares y sociales más esenciales. Ese dolor puede llegar a niveles agudos: fechas especiales, momentos dificultosos o aniversarios.
Aprender a vivir en un mundo en el que el fallecido no está presente, es un asunto intenso y valiente además de llevarnos tiempo, implica una reconstrucción de nuestro mundo interno y causa sufrimiento. Además, es importante señalar que no es un proceso de abandono, sino de aprender a recordarlo sin dolor, nunca lo perdemos, se convierte profundamente en un pedazo de nosotros mismos. Sólo cuando la persona es consciente de lo que es y lo acepta, podrá realizar las trasformaciones personales inevitables para proseguir con su vida. El recuerdo del ser querido nos aparecerá como una imagen serena, sin idealizaciones ni lamentos.
La muerte ya no es percibida como una condena sino como parte de la vida. Es en este tiempo donde podremos hacer las paces con lo sucedido y permitirnos una chance de vivir a pesar de la ausencia, así lo expresa el poema de Trossero: «Cuando hayamos terminado de aceptar que nuestros muertos murieron, dejaremos de llorarlos. Y los recuperaremos en el recuerdo para que nos sigan acompañando con la alegría de todo lo vivido. No te mueras con tus muertos, recuerda que donde ardió el fuego del amor y la vida, debajo de las cenizas muertas, quedan las brasas esperando el soplo para hacerse las llamas» Se aprende a transitar la mejor relación con el ser amado difunto, no significa que estamos de acuerdo
con su partida, sino que siempre será una parte de nosotros, que vive eternamente en algún lugar del corazón, en el que domina más la alegría porque sucedió, que la tristeza porque concluyó. Aceptar y vivir nuestros duelos es un camino de sanación y bienestar. Regresar con aquello que la vida nos ofrece, sin olvidar, ni dejar de amar a quien estuvimos unidos y partió.

Pedro Cabral

Lic. en Psicología Mat 2124